Cuando hablamos de proteger a nuestros hijos, solemos pensar en su educación, su salud o incluso en detalles tan triviales como si han hecho los deberes o si han comido lo suficiente. Sin embargo, cuando se trata de actividades al aire libre, como subir a la montaña, parece que esa mentalidad protectora desaparece. ¿Por qué? ¿Por qué somos capaces de enviar correos absurdos a los profesores exigiendo cambios en las notas, pero no invertimos en algo tan básico como la seguridad en un entorno hostil? La montaña con seguridad no debería ser una opción, sino una prioridad.
Cada verano, en muchas de las cumbres que visito, se repiten escenas que rozan lo surrealista: grupos de jóvenes desorganizados, sin preparación, sin equipamiento adecuado y, lo que es peor, sin conciencia del peligro al que se enfrentan. Como guía de montaña, he sido testigo de situaciones que solo pueden explicarse por la suerte. Y la pregunta que me hago es: ¿de verdad queremos dejar la vida de nuestros hijos en manos de la suerte?